Cada vez que un cliente toca las puertas de su funeraria, Marcos camina despacio, como un oficinista con sueño, se arrima a la computadora de su escritorio, alista los certificados del difunto y comienza a diagramar un letrero que luego colocará en la entrada de uno de sus dos salones para velar a los muertos. Marcos Méndez Mallea tiene cuarenta y siete años, un chaquetón que le llega hasta las caderas, la envergadura de un estibador, una barba bien perfilada, con canas, la voz suave de una enfermera que no quiere despertar a un enfermo para cambiarle el suero, cara de póquer y ojos pequeños, del tamaño de una canica, que saltan del teclado a la pantalla y de la pantalla al teclado como si fueran chispas. Son las tres menos veinticinco del mediodía del lunes 10 de octubre de 2016 y lleva varios minutos dando forma al aviso necrológico de Cipriano Mamani, un señor de cincuenta y cinco años y rostro impasible que ya está en las instalaciones de la funeraria Aliaga, dentro de un ataúd, rodeado de sus familiares. A Marcos le han entregado una fotografía en la que Cipriano sujeta un vaso de cerveza y se da modos (con un programa de diseño online) para convertir la escena en una imagen ovalada con fondo azul celeste en la que vemos a Cipriano con un traje de color pastel y una corbata a juego. Y después escribe un puñado de palabras que conoce de memoria a ritmo de taquígrafo —“Misa de cuerpo presente: 14:30 horas. Traslado al Cementerio General: 15:00 horas”—, lo imprime todo, echa un vistazo por si se ha colado algún error y vuelve a poner cara de póquer.
—Para nosotros, lamentablemente, los muertos suelen ser sinónimo de buenas noticias —dirá con un tono de voz monocorde media hora más tarde, sentado en uno de los sofás que ocupan los dolientes cuando hay difunto—. Si no fuera por ellos, no existiríamos. Y han sido ya tantos que hemos perdido la cuenta.
En la computadora de Marcos, siempre ha habido más espacio para los muertos que para los vivos. Muertos con nombres tradicionales, como Adolfo, Adriana, Alberto Alicia, Rolando o Josefina. Muertos con nombres difíciles de recordar, como Tiburcio, Desideria, Salustio, Presiliana o Arminda. Cholitas con trenzas larguísimas y sombrero hongo y señores con los cachetes rosados y los labios gruesos. Señoras con tirabuzones discretos en el cabello y muchachos con los pelos apuntando al techo, como si acabaran de levantarse de una silla eléctrica. Jovencitas que nacieron unos años antes de la creación de Facebook y abuelitos con bigotes memorables y las patillas de color ceniza.
Para algunos, se trata de un mosaico entre lo grotesco y lo macabro —repleto de retratos digitalizados que quedaron atrapados en ese vaho de ausencia que acompaña a los que se han ido—. Para Marcos, sin embargo, es lo más normal del mundo: él mira las fotos como si fueran postes que desfilan frente a las ventanas de un tren en movimiento.
—Algunos traen fotografías tipo carnet y otros de cuando su familiar no estaba deteriorado por la enfermedad —me explica—. Yo siempre hago todo lo posible para que se vean bien. Y suelo olvidarme de sus nombres al día siguiente.
Las manos de Marcos son grandes y enérgicas, como una maza, y están siempre impolutas.
—Me las lavo cinco, seis, siete veces al día —me dice—. A veces, más. Desde que me dedico a esto, ésa es una de mis manías.
Marcos Méndez Mallea
Álex Ayala Ugarte
En el despacho de Marcos, hay una televisión apagada, algunas urnas sin restos, varios archivadores, tarjetas de presentación, libros de condolencias y dos fotografías en blanco y negro que cuelgan de una de las paredes. En una de ellas, su madre mira a la cámara con un peinado bouffant y una blusa con el cuello en forma de pico; y en la otra está su abuela con el mismo peinado y el mismo gesto impertérrito: los ojos clavados en el más allá —en un horizonte que desconocemos— y los hombros un poco caídos.
Marcos estima que la funeraria comenzó a funcionar con ellas en la década de los 50. Él heredó el negocio a los dieciocho años, cuando su madre murió, y lo sacó adelante mientras sus cuatro hermanos —dos hombres y dos mujeres— estudiaban y se empleaban en lugares como el banco o las instituciones públicas. Desde entonces, ha organizado alrededor de veinte entierros al mes y unos doscientos cuarenta al año. Es decir, los suficientes como para llenar en las tres últimas décadas al menos un centenar de autobuses de larga distancia. Marcos dice que la funeraria funcionaba antes en los bajos de un edificio; que se trasladó a una casa de dos pisos en el número 1255 de la avenida Busch del barrio de Miraflores de La Paz hace quince años; y que, cuando alguien fallece, no le interesa mucho investigar de quién se trata: qué platillos comía, cuál era su color favorito, en qué lado de la cama dormía, qué medicamentos compraba.
El trámite, según él, consiste en averiguar cómo ha muerto.
—A veces, es peligroso manipular el cuerpo —me explica—, sobre todo cuando alguien ha fallecido debido a una enfermedad contagiosa.
—En esos casos —dice después—, apenas tocamos al muerto.
En un reportaje publicado en Estados Unidos, The New York Times nos describe la muerte en soledad de George Bell, un jubilado que no tenía ni esposa, ni hermanos, ni parientes cercanos que se acordaran de él, y tampoco, muchos amigos. “Su cuerpo apareció en la sala. La policía lo encontró acurrucado encima de una alfombra sucia. Una vecina dio la alarma, alertada por el olor fétido que salía del apartamento, situado en un edificio de la calle 79, al norte de Queens”, escribió el periodista N. R. Kleinfield en 2015. En una crónica titulada “El tieso”, Ryszard Kapuściński recordaba la muerte de un trabajador novato en la mina Alexandra María de Silesia: “Durante una explosión controlada, un inmeso bloque de carbón se había desplomado sobre el minero. Su cuerpo había sido rescatado, pero hecho un amasijo de carne (…). Nombre y apellido: Stefan Kanik; edad: dieciocho años. El padre vive en Jeziorany, Mazuria (…). Está paralítico, así que no puede acudir al entierro. Las autoridades de Jeziorany piden un favor: ¿No se podría transportar el cuerpo hasta su pueblo?”. En la serie televisiva A dos metros bajo tierra (Six Feet Under en inglés), casi todos los capítulos comienzan con la muerte súbita de un desconocido: un soldado mutilado que se suicida, una anciana que fallece en un retrete, un diabético sentenciado por culpa de un bote de melocotón en almíbar, un tipo partido en dos por un ascensor, una estantería que le cae a alguien encima; y al igual que los textos sobre Bell y sobre el minero de Silesia, nos sugieren que la muerte es una única realidad que se oculta tras miles de máscaras.
En la funeraria Aliaga, la única historia de vida que se suele rescatar es la que queda inmortalizada en los certificados médicos. Thomas Lynch, un poeta nacido en Detroit que además es director de pompas fúnebres, asegura en uno de sus escritos que a menudo piensa en los posibles sospechosos de las muertes por paro, insuficiencia, disfunciones o anomalías varias —es decir, en las hamburguesas de queso que devoramos en los locales de comida chatarra, en los cigarrillos Lucky Strike que fumamos con ansiedad mal disimulada, en los güisquis que nos bebemos cuando salimos de fiesta, en los quilos de más que nos echamos encima para terminar el año, en las caminatas que siempre quisimos hacer pero que nunca emprendimos, en la medicación preventiva que ignoramos una y otra vez pese a los avisos de nuestro terapeuta y en el trabajo y las preocupaciones—. Y equipara el lenguaje de los certificados médicos al lenguaje de la debilidad. El del último cadáver que recibió la funeraria Aliaga dice lo siguiente: “Cipriano Mamani. Defunción: 17:00 horas. Nueve de octubre de 2016. Fallecimiento en vivienda. Linfosarcoma. Desnutrición severa”.
Marcos archivará el folder con los papeles que nos informan escuatemente del pasado de Mamani un día después de nuestro primer encuentro y se centrará en otro tipo de particularidades, en las que garantizan un servicio óptimo a los familiares. La funeraria ofrece el ataúd, la capilla ardiente, los cirios, la sábana santa, un vehículo para trasladar el cuerpo del hospital al salón velatorio, la carroza para trasladar el cuerpo hasta al cementerio y los taxis para trasladar a los dolientes el día del entierro; y además se encarga —tras un pago extra de por medio— del alquiler del nicho, de redactar y publicar el aviso necrológico en el periódico y de los papeleos notariales y municipales.
Según el dueño de la funeraria, un servicio barato cuesta tres mil quinientos bolivianos: alrededor de dos salarios mínimos bolivianos. Y uno caro, unos siete mil: casi cuatro veces menos de lo que cuesta, en promedio, morirse en España.
Son las tres menos cuarto del mediodía del martes 11 de octubre y en las entrañas de la funeraria Aliaga hay una sala iluminada con luz blanca repleta de ataúdes nuevos: de ataúdes con forma de cápsula, de ataúdes laqueados y sin laquear, de ataúdes marrones y negros, de ataúdes sobrios —sin ningún adorno de por medio— y de ataúdes con incrustaciones doradas, de ataúdes recién barnizados y de otros que han perdido un poco de brillo. Hasta hace algunos años muchos de ellos eran de cedro. Ahora, debido a las restricciones para talar árboles y comprar madera, lo que manda en los féretros es el aglomerado; y los ataúdes que más se venden son los estándar: cajones preparados para acoger cadáveres ni muy largos, ni muy gordos ni demasiado anchos.
En una especie de patio cubierto bañado con luz natural que queda al lado, hay un póster con dos mujeres en biquini y otro con una en paños menores, una cruz grande de madera, algunos trapos sucios que descansan en diferentes estantes como si fueran los artilugios inservibles de un anticuario, una pila para lavar, unos cuantos zapatos apoyados contra una pared y un ataúd polvoriento que se ve como un cuerpo decrépito.
Tras una puerta, en mitad de ese diminuto caos que gobierna el patio techado, hay un cuarto del tamaño de una baulera con varias cajas de cartón apiladas, los uniformes que se usaban antes en la funeraria cubiertos con fundas de plástico, algunas frazadas y una muerta. La muerta se llama Uby: Uby Silva Sullcata. Descansa dentro de un féretro, sobre una camilla extensible. Tiene los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el regazo. Viste un chaquetón granate y parece un enorme muñeco de trapo. El certificado médico habla por ella: choque séptico con foco pulmonar, neumonía adquirida, cardiopatía congénita, hipertensión severa, infarto cerebral. Tiene los labios pintados, unos calcetines gruesos y el calzado justo al lado de los pies, en los costados del féretro.
—Casi nunca podemos ajustar los zapatos porque los pies se hinchan o se ponen rígidos —me explica Luis Alberto Barrenechea, uno de los empleados de la funeraria.
—Nos morimos en calcetines nomás —me dirá un rato después sin dejar de mirar a la muerta.
Luis Alberto Barrenechea tiene cuarenta y cinco años, un barbijo que le cubre la mitad de la cara, un par de guantes de látex y unas piernas delgadas como un intestino que le permiten moverse con facilidad en espacios pequeños. Cuando era niño, dormía a veces en los nichos desocupados del Cementerio General de La Paz, pero no por falta de techo, sino por travieso. Luego, esta vez sí por necesidad, se habituó a convivir con los muertos que llegaban a otra funeraria en la que trabajaba. Y poco a poco aprendió las técnicas que le permiten recuperar cierto fulgor en los rostros de los que se fueron.
Según el neurobiólogo, escritor y bloguero Moheb Costandi, la descomposición de un cuerpo comienza con un proceso llamado autodigestión o autolisis. “Cuando el corazón se para, las células se quedan sin oxígeno y su acidez aumenta a medida que los derivados tóxicos de las reacciones químicas se acumulan en su interior”, cuenta en un texto que publicó en la revista científica Mosaic. “Las enzimas comienzan a digerir las membranas celulares y a continuación se filtran a través de las células desbaratadas. La descomposición suele empezar en el hígado, rico en enzimas, y en el cerebro, que tiene un alto contenido en agua, y todos los tejidos y órganos colapsan del mismo modo. Tras la ruptura de los vasos sanguíneos, las células se depositan en los capilares y en las venas pequeñas, decolorando la piel, y la temperatura corporal baja hasta adaptarse al entorno. Es el momento del rigor mortis, que se inicia en los párpados, la mandíbula y los músculos del cuello y prosigue por el tronco y las extremidades. En un cuerpo vivo, las célulares musculares se contraen y se relajan gracias a la acción de dos proteínas filamentosas —la actina y la miosina— que se deslizan a la par. Tras la muerte, las células se ven privadas de su fuente de energía y los filamentos proteicos quedan inmovilizados. Y esto provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de las articulaciones”, escribe luego.
Uby Silva Sullcata, la mujer que está a medio metro de Barrenechea, todavía no muestra la tirantez típica, como de animal disecado, de los recién fallecidos, pero sí un ligero agarrotamiento. Su cabeza está recostada sobre una frazada doblada que hace las veces de almohada. Y a su lado hay una jeringuilla sin munición. Está clavada sobre la frazada, como si se tratara de la espada desafiante de un caballero.
—Se suele pinchar aquí y allá —me indica Luis Alberto mientras apunta con el dedo primero hacia la boca del estómago y después hacia la zona del esternón.
—Sin miedo —me dice luego.
Según Barrenechea, se inyecta formol para retrasar la descomposición del cadáver; se extraen los fluidos corporales que pueden generar olores; y se taponan las narices, los oídos y la garganta para que no salga sangre.
Él, además, lava y peina a la mayoría de los muertos que llegan, con mucho respeto, como si fueran sus suegros; y cuando alguno tiene la barba desaliñada, lo afeita.
Miguel Guerra, su compañero, un tipo de cuarenta y dos años con unos quilos de más y veinte años de experiencia en el rubro, a veces recuerda que nunca ha formolizado a un niño; y lo hace como si creyera que los niños no mueren: “Jamás se me ocurría meterle a uno formol. Lo podría lastimar. Pobre angelito”, dirá otro día. Y también dirá que a veces le habla al difunto: “Le pregunto su nombre, le digo ‘pórtate bien’ y le pido que no se hinche durante la noche”.
A las tres y veinte del mediodía, la calle que colinda con la funeraria parece una tribuna aburrida antes de un concierto. Está llena de hombres con camisas negras y zapatos a juego y de mujeres con polleras rosadas, polleras acampanadas y polleras celestes; de mujeres con mantillas oscuras y medias de lana y de hombres con gorras, bastones, lentes para el sol y sombreros de ala; de amigos y familiares que se han instalado en las inmediaciones del salón velatorio para despedirse de Cipriano Mamani —el muertito de ayer—; y de curiosos y buscavidas que se han apoltronado en los parterres de enfrente como si estuvieran de pícnic. Todos esperan una señal: a los condes, con el ataúd, para que comience el cortejo fúnebre.
Los condes son chicos muy jóvenes con zapatos bien lustrados y terno que, por unos cuantos bolivianos, se ofrecen para cargar al muerto —setenta, ochenta, noventa o más kilos de muerto—. Son los mejores vestidos de la funeraria, pero están lejos de pertenecer a su aristocracia: Su misión es sujetar el féretro sin utilizar las manos, a puro hombro —casi a puro hueso—. Nada más salir del salón velatorio, se convierten en protagonistas durante algunos metros; y los ojos se volverán a clavar en ellos en el cementerio. A lo que hacen lo llaman “condear”; y lo único que se les pide es cuidado para no trastabillar y temple para caminar sin hacer ningún aspaviento.
Antes de partir hacia el cementerio, los condes introducen a Cipriano en un Mercedes-Benz impecable acondicionado para trasladar muertitos. Y luego ayudan a acomodar los arreglos florales en una minivan blanca que huele a clavel, a lirio y a pétalos recién arrancados. Su chofer es César Zalles Riveros, el gerente de operaciones de la funeraria, un tipo de mandíbula prominente y buenos modales que piensa que el funerario, ante todo, tiene que ser un buen psicólogo y aligerar el peso de los dolientes.
Antes de encender el motor, César se arregla el pelo con un peine de plástico que guarda en el bolsillo trasero de su pantalón, y después sintoniza en la radio un partido de fútbol entre Ecuador y Bolivia.
—Quizá alcancemos a ver la segunda parte en la funeraria —se gira y me dice.
Luego, recuerda que una vez la carroza se quedó plantada en una subida, en mitad del tráfico, y dice que aquel día pasó muy mal rato:
—Nosotros no podemos darnos el lujo de llegar tarde.
En la entrada del Cementerio General de La Paz, hay varias mendigas: algunas son viejísimas, pareciera que están sentadas en su rincón desde tiempo inmemoriales, que alguien las llevó hasta allí quién sabe cuándo y que, desde entonces, nunca se han movido. Hay un grupo de albañiles con el buzo salpicado de manchas dispuesto a adecentar cualquier tipo de nicho y hay rezadores experimentados que, guitarra en mano, entonan morenadas, boleros y el padre nuestro. Ramiro Cahuana, uno de ellos, me comentó hace años que una vez lo contrató un suicida para que tocara en su velorio al día siguiente; y también me dijo que aquí le han pedido interpretar de todo, hasta el Happy Birthay. Hoy la que toca es una muchacha de voz aterciopelada que resulta mucho más convincente —y menos marcial— que el cura que ofició el responso hace unos minutos. Una muchacha de cabello lacio que persigue como perro de presa al cortejo fúnebre atravesando pabellones, estatuas, cruces y mausoleos repletos de pertenencias insignificantes —un marco de plata, un juguetito descolorido, flores de plástico, un prendedor sucio— y que luego se detiene junto al resto de la comitiva frente a uno de los pocos nichos abiertos.
En el cielo, las cabinas del teleférico paceño se mueven como si fueran gigantescas volutas de humo. Y unos metros más abajo el ruido seco del ataúd penetrando el nicho produce un estallido de desconcierto: gritos, sollozos, lamentos. Como si los allegados de Cipriano recién se hubieran dado cuenta de que esta vez es para siempre, de que Cipirano ya se fue, de que después de esto ya no habrá consuelo.
Los condes abandonan el cementerio antes de que los sepultureros sellen el nicho. Y en la minivan el hombre del peine de plástico vuelve a sintonizar el fútbol.
—El empate no nos sirve —se gira y me dice antes de arrancar.
El partido terminará con empate a dos.
Habrá un gol de Ecuador en el último suspiro.
Thomas Lynch, el funerario poeta, decía en una entrevista que en su cielo “debería haber buen café y buenas revistas”; y que imagina el infierno como un lugar repleto de proctólogos y dentistas. Y asumía en uno de sus libros que la mirada de los empleados de una casa fúnebre es sarcástica, catártica, espiritual y, a veces, un tanto funesta. “Mi esposa y yo salimos a caminar por las noches. Ella ve los detalles arquitectónicos de las casas de estilo neogriego, reina Ana, federalista y victoriano. Yo veo el garaje donde dos profesores, casados hace años y sin hijos, conocidos por sus habilidades para el baile de salón y sus esmeradas maneras, fueron encontrados asfixiados dentro de su Oldsmobile”, escribió en El enterrador.
Lo que suele ver (casi a diario) Félix Pizarro, el portero de la funeraria Aliaga, es un decorado casi desierto, una imagen congelada que siempre es la misma, un rastro minúsculo que se adueña de la escenografía cuando los dolientes se marchan: colillas arrugadas como un acordeón, un baño con el tacho repleto de trozos de papel higiénico, envolturas de dulces cubriendo el piso, alrededor de setenta sillas desocupadas. Y lo que he aprendido tras años limpiando las huellas del duelo con una escoba y un recogedor en los dos salones velatorios de la construcción es que también el dolor se barre.
—A veces, fingen llorar —dice Félix de los familiares—. No todos sienten la pérdida igual. Y se nota enseguida cuando hay alguien que no se llevaba bien con el muerto.
Son las nueve de la noche del jueves 13 de octubre, Pizarro viste un buzo deportivo y sus arrugas se marcan en la cara como si fueran costillas cada vez que sonríe. Tiene el pelo cortado al ras, como un militar, un metro cincuenta y nueve de estatura y el torso fibroso, sin un gramo de más, como los maratonianos etíopes.
—Me gusta mucho correr. Y en mis ratos libres hago fisiculturismo —me dice.
Luego me cuenta que antes fumaba bastante, que a veces tomaba demasiado alcohol, que durante una época trabajó como técnico de ascensores.
—Estar dentro de un ascensor debe ser lo más parecido a estar metido en un ataúd —le digo yo.
Y él me mira con cierta curiosidad, pero no me responde nada.
La primera vez que pasó la noche en una funeraria le tocó dormir en un habitáculo estrechísimo, sin luz, que parecía un féretro, y durmió muy mal: tuvo pesadillas hasta bien entrada la madrugada. Luego agarró la costumbre de hacerlo en un colchón, sobre el piso de una cocina. Y ahora lo hace en un cuarto con una litera.
—Allá tengo mi ropa para dormir, frazadas, unas colchas y poco más —enumera.
Además hay perchas, una taza amarilla, un televisor, un par de toallas, camisas, una lista con los números de celular de los sacerdotes, médicos forenses y notarios con los que trabajaba antes la funeraria. Y también, un teléfono fijo por si a alguien se le ocurre morir mientras Félix trata de conciliar el sueño.
Entre muerto y muerto, Félix suele leer la revista Selecciones. Historias heroicas. Historias de superación personal. Historias de vivos.
Duerme con la televisión encendida. Y evita las películas de terror, incluso cuando no hay muertitos en la funeraria.
Cuando no hay muertitos, Luis Alberto Barrenechea y Miguel Guerra los salen a buscar fuera. Son las diez de la mañana del viernes 14 de octubre y ambos caminan desde hace unos minutos hacia un lote baldío frente al que se encuentra la morgue judicial, un galpón estanco de ladrillo y calamina que queda en los predios del Hospital de Clínicas.
—La primera vez que vine aquí fue fregadito. Los cadáveres estaban apilados como si fueran leña y me impresionó mucho el olor a podrido. Me quedé con la sensación de que aquel olor se había pegado a mí. Lo sentía en mi ropa. Cuando regresé a casa, me desvestí en la entrada rápidamente y dejé mi ropa a remojo una semana —dice Miguel nada más llegar.
La morgue tiene la pinta de un almacén de mercadería barata y está cerrada con llave. Pero lo que hay dentro no es ningún secreto. Las fotos de las crónicas rojas de los diarios llevan años mostrándolo: bolsas negras amarradas con cuerpos sin extremidades, genitales hinchados, cuerpos arrinconados en cualquier esquina como si fueran un mueble hecho trizas, cuerpos y cabezas que parecen chamuscados pero que en realidad están en estado de putrefacción, pedazos de carne tersa, como un pergamino, donde alguien anotó una fecha de defunción, cortes, heridas, cuerpos desfigurados, sin líneas, como un mapa antiguo, cuerpos sin órganos, cuerpos raquíticos. En el pasado —por falta de espacio—, había cadáveres recostados contra la pared. Y cuando hacía calor, el hedor era tan insoportable que no se podía entrar sin un pañuelo en la boca.
—A mí una vez me dijeron que antes traían aquí a los forenses nuevos y les hacían comer un sándwich para ver si tenían suficiente estómago para trabajar. Pero no sé si será verdad —dice Luis Alberto mientras hacemos lo único que se puede hacer aquí durante el día: esperar. Esperamos a los familiares de alguno de los cadáveres. Una aparición repentina. Un golpe de suerte.
Luis Alberto y Miguel visten el uniforme plomizo de la funeraria: una chompa con el cuello en uve y un logo con forma de árbol. Ninguno se adelanta al otro: caminan casi siempre a la par. Y aún tienen presentes a algunos de los muertos que atendieron:
Un enano con traje de militar que se escurría en el ataúd.
Un tipo muy gordo del que extrajeron varias botellas de fluido corporal.
Una adolescente que murió en una inundación.
Un niño al que le explotó una granada mientras jugaba en un botadero.
Un señor al que se le caía la piel como si tuviera lepra.
Otro que aún estaba caliente cuando lo formolizaron.
—Pero lo peor de todo son las víctimas de accidente. Ver los cadáveres en fila india, uno detrás de otro, es horrible —dice Miguel.
Minutos después, una vagoneta se acerca el frontis de la morgue judicial y Luis Alberto desvía la mirada para ver cómo parquea.
—Cuando entra de retro —me explica Miguel— es porque trae algún muerto.
Este texto fue publicado originalmente en «Rigor mortis. La normalidad es la muerte», nuevo libro de crónicas del autor con la editorial El Cuervo.